El mismo sentimiento que había inspirado a los
servidores de María a honrarla cada día mediante diversas prácticas, cada
semana con la devoción del sábado, cada mes por la celebración de
alguno de sus misterios, los ha llevado, en los últimos tiempos a
consagrarle cada año un mes entero. Y para ello han elegido el más bello
de los meses, mes en el que no había ninguna fiesta particular. La
Iglesia ha alentado esta devoción hacia la Santísima Virgen. Por dos escritos, del 21 de marzo de 1815 y del 18 de junio de 1822, Pío VII
concede las indulgencias siguientes, aplicables a las almas del
Purgatorio.
- Una indulgencia plenaria a perpetuidad, a ser ganada una vez en el mes de mayo, el mismo día de la comunión, por todos los fieles católicos, que, todos los días de este mes, honren especialmente a la Santísima Virgen, sea en público, sea en privado, mediante homenajes, ejercicios piadosos o actos de virtud.
- Una indulgencia parcial de trescientos días para cada día del mes en que se haya rendido a María un homenaje público o particular.
Los Anales de la propagación de la fe, refieren
del año 1846, que muchos misioneros, que se encontraban sobre un navío
en pleno mar, tuvieron la feliz idea de comenzar ahí sus ejercicios del
mes de Maria. Había preparado ya a tres marineros que no habían hecho su
Primera Comunión, y esperaban ganar para Cristo y su religión a los
otros marineros y en especial al capitán, que no tenían ni fe ni ley. Ya
los marineros habían asistido atentamente a la Santa Misa, lo que causo
una impresión profunda en el capitán. Permitió, en consecuencia, que se
comenzara a solemnizar el mes de María. Todas las tardes, cada vez que
el tiempo lo permitía, se recitaban algunas decenas del rosario y las
oraciones de la tarde seguidas de cánticos. Asistieron todos, pero sólo
cinco quisieron confesarse. Sin embargo, la virtud de la intercesión de
la Santísima Virgen se hacía ya sentir, porque el capitán daba signos
indudables que su corazón estaba vivamente impresionado y que un
violento combate se libraba en su alma. Los misioneros hicieron una
novena para obtener su conversión. Y de pronto, cuando se comenzó los
ejercicios, el capitán pidió hacer una confesión general, que hizo con
gran compunción. Pronto, todos los marineros siguieron el ejemplo de su
jefe; se reconciliaron con Dios y se aproximaron en grupo a la Santa Misa.
Regresando, el capitán se colgó del cuello de su confesor,
agradeciéndole con estas palabras: “Mi corazón no puede estar más
feliz”.
Tomado del Mes de María para el uso de personas ocupadas (París 1901)
Traducido del francés por José Gálvez para ACI Prensa
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